miércoles 7
Na Sra. del Rosario, m.o.
Justina
XXVII del TO.
3a del salterio
Jon 4,1-11 / 5a185 /
Lc 11,1-4
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis decid: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación"».
La fuerza de la oración
Jesucristo nos enseña a orar, nos introduce en la fuerza de la oración. El pórtico de toda oración ha de ser la «filiación divina»: sentirnos hijos de Dios e invocarle como a nuestro Padre. ¡Cuántas definiciones de la oración! Aquella, tan hermosa, del santo papa Juan Pablo II: «Orar es abandonarse en el abrazo de Dios». O esta otra más cercana de Benedicto XVI: «La oración es la respiración del alma. Si no respiramos, morimos. Si no hacemos oración, no tenemos vida espiritual». La Madre Teresa de Calcuta nos recomendaba: «Ante todo, hay que dedicar tiempo a la contemplación y al silencio, sobre todo, si vivimos en las grandes ciudades, donde todo es agitación. Yo comienzo la oración siempre por el silencio». Orar es sentir el amor de Dios que se derrama en nuestras vidas.
Señor, enséñanos a orar, como enseñaste a tus discípulos. Enséñanos a llamarte Padre y a sentir lo que significa: abandono total en tus brazos infinitos, confianza plena en tus caminos. Y saber que siempre nos esperas para abrazarnos.